Conferencia:
La hija del Marqués de San Adrián
El enigma de una sepultura en la Catedral de Tudela
Conferenciante:
Premio “Merindad de Tudela” 1996
Palacio del Marqués de San Adrián – Jueves, 8 de mayo de 1997 a las 19,30 horasCon asistencia del Excmo. Sr. Marqués de San Adrián y de Castelfuerte
Con anterioridad, a las 19 horas, se rezará un responso por el alma de Francisca de Paula Magallón en la Capilla de San Martín de la Sta. Iglesia Catedral
Organizan:
- Centro de Estudios Merindad de Tudela
- Centro Cultural Caste! Ruiz
La hija del marqués de San Adrián
El enigma de una sepultura en la catedral de Tudela
Parodiando esa especie de preámbulo usual en el inicio de las ceremonias nupciales de nuestras iglesias, diré que nos hemos reunido para honrar con motivo de cumplirse el segundo centenario de su nacimiento la memoria de Da. Francisca de Paula Magallón y Rodríguez de los Ríos, hija del Marqués de San Adrián; y no precisamente porque dicha dama perteneciera a esta estirpe nobiliaria, gracias a la cual disfruta hoy Tudela de esta magnífica mansión, convertida en hogar de la cultura y el saber, ni tampoco porque destacara ella durante el curso de su breve existencia como prodigio digno de citarse en ninguna asignatura, arte o ciencia, sino exclusivamente por las prendas y altas cualidades humanas que la distinguieron, dejando perdurable recuerdo de su paso por la vida en cuantos la conocieron y trataron.
Hace pocos días, el 22 del pasado mes de abril, se han cumplido ciento setenta y tres años del fallecimiento de esta dama, habiendo desfilado en tan largo tiempo, no ya cientos, sino miles de personas por la capilla de San Martín de nuestra catedral, donde reposa, que habrán podido leer escrito en letras de oro su nombre y circunstancias personales, no quedándoseles acaso grabado en la mente después de la enumeración de tantos títulos de condes y marqueses que figuran en su laude sepulcral nada más que el colofón de su epitafio: “Falleció a la edad de 25 años”, induciéndoles a recordar a los conocedores de la literatura francesa del pasado siglo aquel verso de la bellísima elegía con que Alfonso de Lamartine, casi en las mismas fechas, ponía fin al relato de su novela GRAZIELLA: “Demasiado pronto para morir … “
Como ya he adelantado, Paulita, que es como la llamaban sus familiares y amistades, fue hija de D. José María Magallón y Armendáriz, quinto Marqués de San Adrián, nacido en esta casa donde nos hallamos en 1763, quien después de residir en ella durante su adolescencia bajo la férula de un padre exigente en demasía, anclado en el pasado, y reiterados dómines de muchos latines y corto saber, ingresó en el Seminario de Nobles de Vergara, dependiente de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, calificado como el más importante y competente centro de estudios de toda España durante la época de la Ilustración, pasando después de dos años de estancia a París para completar su educación, el París de Luis XVI y María Antonieta, pero a la vez el París precursor de la Revolución Francesa, donde además de estudiar y perfeccionarse en el idioma y otras materias propias de la didáctica de entonces, aprendería también a conocer lo suficiente como para considerar en lo sucesivo la cultura francesa como norte y guía de sus afanes intelectuales durante el resto de sus días.
En 1790, de regreso en España tras su juvenil experiencia ultrapirenáica convertido sin proponérselo en el dandy de exquisito gusto en el vestir que se aprecia en su retrato pintado por Goya, el joven tudelano destaca meritoriamente en los más aristocráticos salones madrileños, no tardando en contraer matrimonio con una dama de su misma edad, que pese a su juventud es ya viuda y madre de dos hijos -varón y hembra- hija única del Marqués de Santiago, en cuyo palacio, frontero de la Carrera de San Jerónimo, famoso por su colección de obras de arte, en la que figuran varios Murillo, se domicilian también los recién casados, pasando a ser sus únicos ocupantes pocos meses después, al fallecer el padre de su esposa, dejándoles fortuna, propiedades y su título nobiliario, al que añadirán en 1799 el de Marqueses de San Adrián, al morir igualmente, en esta casa precisamente, el progenitor de José María.
A partir de entonces, debido al carácter extrovertido de ambos cónyuges y del constante rodar de peluconas con la efigie de Carlos III que les permite su desahogada posición económica, su palacio se convierte en una de las casas aristocráticas más frecuentadas de todo Madrid, donde se organizan las más fastuosas recepciones y bailes y donde tienen lugar las más animadas sesiones teatrales, en las que de conformidad con la moda imperante, como hiciera María Antonieta en Trianón, ellos y sus amistades actúan de intérpretes.
Simultáneamente, y puesto que marido y mujer aman la cultura con espíritu enciclopedista, los marqueses cultivan también otra clase de sociedad y otro tipo de contertulios, más interesantes a la vez que menos bulliciosos y despreocupados, manteniendo continua relación con miembros de la diplomacia acreditada en la Corte, particularmente con el embajador de Francia, almirante Truguet, al que les une gran amistad, hasta el punto de mudarse a su propia casa cuando por divergencias con su gobierno pierde su confianza y cesa en el cargo; e igualmente también con caracterizados jefes de la milicia, siendo visita frecuente el general Castaños, tan famoso luego con ocasión de las batallas de Bailén y Tudela, el general Aréizaga, casado con una hermana de San Adrián y que tan mal papel habría de hacer más adelante al frente de nuestras huestes en la batalla de Ocaña, el coronel D. Baltasar Pardo de Figueroa, Conde de Maceda, que morirá heroicamente en la batalla de Medina de Rioseco apenas iniciada la guerra, y los literatos Moratín, Iriarte, Samaniego y otros más, considerados hoy como figuras señeras de nuestras letras.
En este Madrid aristocrático y barriobajero inscrito en el declinar del siglo XVIII, el de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, el de D. Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, casi el amo de España, el de la Duquesa Cayetana de Alba y la Condesa-Duquesa de Benavente, demasiado bella la una y demasiado fea pero inteligente la otra, en este Madrid que es a la vez el de Costillares, Pepe Hillo y José y Pedro Romero, puntales de la tauromaquia en sus inicios, en el que se lidian toros de la tudelana vacada de Guendulain y al que hemos dado en llamar el Madrid goyesco por la polícroma estampa que de él nos legara un aragonés tosco pero genial llegado en busca de fama, después de varios embarazos fallidos y de criaturas muertas a poco de nacer como obligado tributo al elevado costo de vidas infantiles entonces imperante, la Marquesa de San Adrián y de Santiago trae al mundo a las dos de la madrugada del domingo 7 de mayo de 1797 a Paulita Magallón, que bautizarán aquella misma tarde en la iglesia de San Sebastián, la de los poetas, la misma en que se casaron sus padres y donde se casará ella misma años más tarde, imponiéndole una larga retahíla de nombres de santos, nunca ya jamás recordados,.
Desgraciadamente, los juegos, la inocencia y la despreocupación infantil le durarán poco tiempo a Paulita, toda vez que, en julio de 1807, cuando todavía no ha dejado de ser una niña, su madre fallece de repente. Tres meses después, según lo convenido entre Francia y España, comienza a entrar por Irún un ejército de aquella nacionalidad, que conjuntamente con nosotros proyecta atacar Portugal a partir de la frontera común. Pero pese al plan ideado y los buenos augurios que nos prometíamos, las hasta entonces ocultas maquinaciones de Napoleón harán que estalle poco después la guerra entre los dos países aliados.
El aciago Dos de Mayo, aunque la lucha callejera de paisanos y franceses tuviera como escenario distintos barrios de la capital que el habitado por el Marqués de San Adrián y su hija, el estruendo de las descargas de quienes fusilaban sin piedad a inocentes criaturas en el Paseo del Prado se percibía con suficiente claridad en su hogar como para que, horrorizados, tuvieran que taparse los oídos para no oírlo.
A partir del siguiente día España entera arde en guerra.
Tras una serie de operaciones fracasadas en el curso de aquel verano, en noviembre de 1808, bajo la dirección personal de Napoleón, esta vez, y con ánimo de poner rápido final a la guerra, los franceses emprenden una enérgica ofensiva a partir de la línea del Ebro, infligiéndonos derrota tras derrota, cuyos nombres todavía figuran grabados en el Arco de Triunfo de París: Zaragoza, Espinosa de los Monteros, Burgos, Tudela y Somosierra, cayendo inmediatamente después en su poder Madrid.
Con lo que ante semejante panorama nadie que tuviera algún conocimiento del arte de la guerra podía poner en duda la segura y definitiva victoria a corto plazo de nuestros invasores.
Por aquel entonces Da. Pilar Acedo y Sarria, Marquesa de Montehermoso, prima del Marqués de San Adrián, que gozaba de la amistad de José Bonaparte, le sugiere la idea de presentarle al nuevo monarca de las Españas, y él, que no cree traicionar ni a Carlos IV ni a Fernando VII por ser público y notorio que ambos han cedido a Napoleón su Corona en Bayona, acepta la proposición sin reparo, acudiendo con ella al Palacio de Oriente, donde el Rey le recibe con halago y satisfacción, nombrándole en el acto Primer Maestro de Ceremonias de la Corte.
El caso es que, debido a la ayuda que nos presta el ejército inglés desembarcado en Portugal los acontecimientos se desarrollan de manera distinta a cómo se suponía que ocurrirían, y al cabo de casi seis años de inútil guerrear, los franceses, con Europa entera coaligada contra Napoleón después de la desastrosa campaña de Rusia, tienen que abandonar España.
Haciéndose cargo de la situación, antes de que esto ocurriera el Marqués de San Adrián, que había obtenido licencia para cesar en el desempeño de su cargo palatino, habíase trasladado a Tudela con su hija, desde donde en previsión de catastróficos acontecimientos fácilmente predecibles después de unos días de disposiciones y preparativos emprenden la ruta del exilio, dirigiéndose a Francia por Jaca y Canfranc.con idea de permanecer en ella hasta que Fernando VII promulgue alguna ley que permita a los afrancesados regresar de nuevo a España.
Siguiendo distintos caminos y en circunstancias más dramáticas aún, otros muchos miles de españoles les imitarán, inundando de exiliados las ciudades fronterizas.
A partir de entonces, en un abrir y cerrar de ojos importantísimos acontecimientos políticos transforman el mapa del continente que dibujara Bonaparte. Las potencias aliadas invaden Francia, forzando a Napoleón a abdicar, sucediéndole en el trono Luis XVIII, hermano del monarca guillotinado a comienzos de la Revolución Francesa, y la paz se instala de inmediato en Europa, al no tener ya los ejércitos contra quien combatir.
Mientras tanto en España, nada dispuesto Fernando VII a aceptar en sus súbditos, que con la guerra habían conocido otras doctrinas, el nacimiento de una conciencia política que con sus postulados le mermaría las atribuciones propias de los soberanos bajo el Antiguo Régimen, se le prestaría mayor atención a la busca y captura de los partidarios de la Constitución de Cádiz, para encarcelarlos, que a tratar de armonizar y actualizar el pensamiento patrio, así como a remediar la situación de quienes por azares de las circunstancias de un hecho político ya liquidado y resuelto vagaban por las ciudades-depósito del sur de Francia, sufriendo la nostalgia del propio país en el alma a la par que las dificultades materiales del exilio en el cuerpo, y que ignorantes de las características personales del Rey, suponiéndole todavía aquel dechado de virtudes con que el pueblo español lo consideraba antes de su ascenso al trono, vivían convencidos de que con motivo de su próxima onomástica, ocasión en que es costumbre otorguen gracias los monarcas, promulgaría la tan deseada amnistía, que pondría fin a sus padecimientos.
Pero el 30 de mayo, festividad de San Femando, en lugar de lo que ellos soñaban, desde Madrid llega un decreto neroniano, rebosante de rencor, disponiendo que excepto los menores de veinte años que lo desearan, y algunos otros individuos de ninguna entidad, a los que se les permitía regresar, los restantes que emigraron siguiendo al gobierno intruso, y lo mismo sus esposas, continuarán indefinidamente en el destierro. A tenor de lo cual el Marqués dispone que, hallándose Paulita comprendida entre los beneficiarios, y considerando la conveniencia de que cuando menos uno de los dos se halle presente en España, parta ella en seguida camino de la frontera.
En Tudela, a la que llega a primeros de julio de 1814, Paulita volverá a habitar por segunda vez este caserón del siglo XVI, hogar de sus antepasados, de tan recia y distinta arquitectura de los palacios que acababa de ver en sus recorridos por Francia, con su severa fachada de ladrillo a estilo aragonés, su historiado alero cuajado de angelotes pendiendo sobre el vacío, su patio porticado tan propicio para el verano, la escalera, inusitadamente decorada de féminas ligeras de ropa, sus amplias estancias de friso renacentista, su piso desván con pretensiones de logia y el minúsculo jardín, hoy desaparecido, frontero de la Fuente del Obispo: todo un conjunto de impresiones y sensaciones que sumar a las otras múltiples que su juvenil mente había ido acumulando los últimos años como fruto de tanto ajetreo.
De conformidad con lo establecido, en tratándose de una menor privada de la patria potestad por ausencia obligada de su progenitor Paulita no tendría posibilidad de entablar personalmente pleito alguno, ni de reclamar lo que en justicia le pertenecía, por lo que habíase convenido que ejerciera funciones de tutor suyo un primo de su difunta madre, el Marqués de Benamegís de Sistalla, residente en Valencia, que conociéndola desde su infancia la adoraba; quien puso todo su interés y medios en defenderla, logrando después de mucho tiempo y muchos folios de papel de oficio que la audiencia fallara a su favor, con lo que Paulita pudo tomar posesión oficial del patrimonio familiar, quedando así burlado un bribón de pariente que aprovechándose de las circunstancias amenazaba desahuciarla por estar ocupando lo que, según él, ahora era suyo.
Mientras Paulita se mantuvo en Tudela, desempeñó muy satisfactoriamente su papel de ama de casa y de propietaria de este patrimonio y del de Monteagudo, imponiéndose de su explotación y controlando ingresos y gastos; lo que no debía de resultar muy entretenido para una jovencita de apenas dieciocho años, acostumbrada a vivir en ambientes señoriales y tratar con damas y señores de alto copete. Otra de sus principales ocupaciones aparte de hacer labores de aguja y ganchillo, a las que era muy aficionada, consistía en contestar bajo la vacilante luz de candiles y velas el múltiple correo que recibía, contándose entre sus habituales corresponsales, además de su padre, el principal de ellos, su tutor, el Marqués de Benamegís, y su tío el general Aréizaga, que tendría que acabar haciéndose cargo de su tutoría algo después por no consentirle sus alifafes al anciano Benamegís continuar a su frente.
Pero su más asiduo corresponsal, además del más ameno, sería su hermano Antonio, titular del marquesado de Santiago, quien al ir madurando con el paso de los años, viendo sola a Paulita, amenazada de desahucio en su propio palacio y hasta sujeta a la vigilancia de la policía gubernamental como si se tratara de un peligro público para el Estado, sintió renacer el cariño que como hermano mayor le había profesado cuando él era ya un mozalbete y ella una niña, ofreciéndole su casa de Madrid y su persona apenas tuvo noticia de su llegada a Tudela y de las circunstancias con las que se enfrentaba.
Las cartas de Antonio dan idea de un individuo en pleno goce y disfrute de la vida, hasta el punto de retratarse a sí mismo en una de ellas, manifestando en su último párrafo con evidente despreocupación y desenfado: “Mi vida es la misma de siempre.! ¡A el teatro… y Santas Pascuas!”.
Se trata de epístolas más bien breves, en las que se refiere a múltiples cosas, aunque sin entrar en mucho detalle, no hablando de Hipólita, su esposa, nada más que cuando acaba de dar a luz, porque la pobre, una buenaza, cumple con matemática periodicidad el mandato divino de “Creced y multiplicaos”, trayendo al mundo puntualmente cada diez u once meses a un nuevo vástago, que si cuando en las fechas a que vengo refiriéndome no sumaban todavía nada más que seis, acabarán siendo hasta doce en el correr de los años.
De lo que nunca Antonio deja de tratar en su correspondencia es de los bailes de sociedad a los que ha concurrido, las sesiones de teatro a las que ha asistido y las funciones taurinas que ha presenciado, sin olvidarse de manifestarlo cuando en algunas de estas ocasiones se ha hallado también presente S.M. el Rey. Explica hasta qué hora de la madrugada habían estado su esposa y él bailando en tal palacio o embajada, cómo vestían las señoras, la calidad de la obra teatral recién estrenada, la labor de los actores, y con fruición de verdadero aficionado, al hablar de toros, si ha estado en la función matinal y en la de la tarde, la cogida de un torero y algunas circunstancias de la lidia, como la participación de perros de presa, caídas hoy en desuso.
Paulita a su vez le habla de sus cosas, de que también ella ha asistido a algún baile dentro del limitado círculo social en que aquí se desenvuelve, en el que su mejor amiga es Da. Pepita Elío, hija de los Marqueses de Vesolla y esposa del coronel D. Joaquín Apérregui, uno de los más acaudalados propietarios de Tudela, que vive en la Rúa y que la quiere tanto que suele decirle que desearía tenerla por nuera. Pero de lo que mayor razón le da Paulita es de sus males físicos, porque es muy aprensiva, quejándose de sus frecuentes dolores de muelas, de una conjuntivitis, de una erisipela o de los sabañones que la han atormentado; sin olvidar a la vez de referirse a los baños termales que toma, para lo que, supliendo lo inexistente, ha mandado que le bajen del castillo de Monteagudo una cuba de madera con las medidas precisas para poder bañarse. Y como también debe de explicar las mismas cosas a sus demás corresponsales, no tardan su cuñada Hipólita, muy maternal, y su tutor Benamegís, muy anticuado, en escribirle diciéndole que tenga mucho cuidado, que es malo tomar tantos baños una chica tan joven, y otras pamemas por el estilo.
Claro está que con quien preferentemente habla Paulita de estas cuestiones sanitarias es con su padre, a quien escribía todas las semanas por lo menos una vez, y a veces dos, el’ cual, solícito en extremo, destilando cariño por los puntos de su pluma, no cesa de aconsejarla igual que si todavía continuara siendo una niña, supliendo sin pudibundez ni ñoñería la temprana carencia de su madre en tratándose de desarreglos que la incomodan, así como de otros diversos males de poca o ninguna entidad, como cuando se queja de los sabañones, que por vez primera conoce aquel invierno, contestándole él con marcado escepticismo: “Son muy incómodos. Yo los he tenido. El mejor ungüento es la primavera. Ten mucho cuidado de frotarte cuando te laves y poco fuego”, e igualmente refiriéndose a la conjuntivitis primaveral que le aqueja, diciéndole: “Suele ser muy perjudicial si no se toman precauciones para evitarla, como, por ejemplo, no comer picantes, no trabajar de noche, ni leer, ni escribir mucho”. En cuyo caso, sin darse cuenta, en vez de prevenciones para no contraerla lo que le aconseja son remedios paliativos para poner en práctica después de habérsele declarado ya el mal.
Aunque Paulita padeciera de resfriados, anginas y procesos gripales como todo el mundo, el más corriente de sus males consistía en tremendos flemones, que como consecuencia derivada de dos muelas careadas que tenía de vez en cuando le amargaban la vida, obligándole incluso a guardar cama, hasta que a fuerza de remedios caseros y de la terapéutica para el caso preconizada por su padre, consistente en agua de berros, cebada, un poco de jarabe de quina y baños de pies la fluxión remitía y podía volver a hacer de nuevo vida normal. Claro está que repetidamente su padre insistía en que debiera sacarse aquellas dichosas muelas, pero Paulita tenía tal miedo de ponerse en manos de un sacamuelas de los de entonces que fue aplazándolo de un día en otro, sin llegar nunca a cortar por lo sano la raíz de su mal.
Puede, después de lo anteriormente dicho y en sabiendo además que todos sus corresponsales le referían a su vez a Paulita sus propios males, que nos forjemos la idea de que tratábase de personas de delicada salud, sin que en verdad fuera esto cierto.
La experiencia adquirida después de leer muchos documentos semejantes, así como libros en que figuran cartas de carácter personal conteniendo idéntica clase de noticias, me induce a pensar que, no existiendo en pasadas épocas fármacos de acción rápida y eficaz para alivio de incomodidades y achaques de esta especie como los que hoy pueden hallarse hasta en las boticas de pueblo, cualquiera de semejantes dolencias sometida a la terapéutica de entonces podría tardar en curar días y días, o semanas incluso, ocupando tan obsesivamente la imaginación de quien la padeciera como para convertirla en tema de su habitual conversación, reflejándola en sus cartas incluso, mientras que nosotros, que padecemos los mismos males, los suprimimos en cuestión de horas y hasta en menor tiempo, no volviendo a preocuparnos más de ello.
Cuanto digo puede apreciarse leyendo las cartas intercambiadas en estos mismos años entre la Reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, y D. Manuel Godoy, en las que la reina lo mismo da cuenta al valido de problemas de Estado que interesan al gobierno de la nación o de que Goya le está haciendo un retrato montando a Marcial, su caballo favorito, que de los trastornos menopáusicos que le incomodaban aquel día y en aquel momento. Lo que, si la oficina de farmacia de Palacio le hubiera podido facilitar los medicamentos usuales hoy para estos casos de seguro que no se lo habría referido.
Debido a nuestra pobreza de datos respecto a la Tudela de aquel entonces, no tenemos idea qué clase de espectáculos públicos tendrían lugar aquí cuando la estancia de Paulita. Entre los diversos pequeños gastos que satisfacía con cargo a la remesa puntualmente remitida todos los meses por su tutor, frecuentemente figura consignado lo pagado por su entrada y la de alguna de las criadas de la casa que le acompañó cuando fueron al teatro, asi como la compra de media libra de caramelos tres o cuatro veces por semana, y de nieve para hacer helado. cómo, con tan repetido y continuo consumo de azúcar no habría de adolecer de caries y de dolor de muelas!
Pero lo que más llama la atención son sus compras en el comercio de tejidos de José Inda, un baztanés con establecimiento en la plaza de San Jaime esquina a la Concarera, junto a la casa parroquial, que ya existía entonces, en el que entre el 15 de junio y el 15 de octubre de 1815 Paulita adquirió pañuelos, encajes, guantes, hilos, trenzadera, agujas, dos sortijas de oro y nada menos que una docena de pantalones de cabritilla, por un importe total de 3.440 reales; cantidad que traducida en moneda de hoy representaría una suma bastante considerable.
Si lo anterior causa sorpresa debido al material de que se trata, induciendo a pensar en lo mucho que en estos ciento ochenta y dos años han evolucionado las prendas interiores femeninas, qué habré de decir respecto al número de zapatos comprados por Paulita. ¡Nada menos que cincuenta y nueve pares en el espacio de veinte meses!
De los cuales: 8 pares en París inmediatamente antes de salir para España, otros 12 que le mandó en agosto de 1815 su padre desde Burdeos, y 39 adquiridos por ella aquí, en el comercio de José Pablús, sito en la Rúa.
Desisto de intentar averiguar la causa de semejante dispendio, pero me pregunto si no se trataría de una inmoderada afición a esta -clase de prendas, cual la que sentía su progenitor, uno de los árbitros de la moda masculina en el Madrid anterior a la guerra, respecto a los primorosos chalecos de entonces, como los que lucían Brummel, Barbey D’Aurevilly, el Conde D’Orsay y otros dandys famosos.
Nunca lo sabremos.
Durante su estancia en Tudela. Paulita tuvo la satisfacción de heredar el marquesado de Castelfuerte, título perteneciente a la rama de los Armendáriz, sus abuelos por línea paterna, así que cuando el 17 de octubre de 1815 emprende viaje hacia Madrid, donde, habiendo recibido la correspondiente y necesaria autorización gubernamental para trasladarse a la Corte se residenciará para lo sucesivo, quien abandona Tudela, ocupando dos coches y acompañada de un clérigo amigo de la casa, de D. Juan José Zapata, su administrador, y de dos criadas, no es ya aquella tímida y asustadiza damisela de cuando llegó de Francia sino, aunque de dieciocho años todavía, toda una respetable señora marquesa.
Aceptando su ofrecimiento, repetidamente formulado, en llegando a Madrid Paulita se alojará en casa de su hermano Antonio, conviviendo en lo sucesivo con Hipólita Colón, su cuñada, hija de los duques de Veragua, descendientes del descubridor de América, y con la consiguiente emoción por tratarse del palacio de sus abuelos, los Marqueses de Santiago, en el que ella naciera. Adaptándose en seguida a los usos y costumbres de la alta sociedad madrileña, de los que no pudo disfrutar anteriormente por no contar nada más que once años cuando como consecuencia del motín del Dos de mayo se encendiera la guerra con Francia, a partir de entonces participará de las recepciones en embajadas, bailes, banquetes, cumpleaños y bodas de que solían tratar las cartas de su hermano, multiplicándose de día en día sus amigas y amigos, de entre los cuales no tardarán en surgir diversos pretendientes, atraídos tanto por el aura de simpatía y de bondad que de ella emana, que sin proponérselo hace que la quieran todos, como por su indudable atractivo físico y, aunque no IO confiesen, por suponerla dueña de contante, sonante y abundante fortuna dados sus antecedentes familiares.
Entre aquellos admiradores, pero no de esa especie precisamente, destaca un joven norteamericano de semblante serio e interesante llamado George Ticknor, que a semejanza de los hijos de los ingleses de posición boyante viaja por Europa practicando el llamado “grand tour”, y que alcanzará fama de erudito años más tarde, cuando publique su HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA, quien al tratar de su estancia en Madrid en las páginas de su Diario trazaría el siguiente retrato de Paulita, a la que conoció en 1818 en una recepción diplomática: “…una de las criaturas más dulces del mundo, joven, bella como una sibila, llena de genio y de entusiasmo; la única joven dama española de Madrid cuya conversación podría interesar. “
Mientras tanto en Burdeos su progenitor, sin sospechar que todavía le restaban por vivir una treintena de años, piensa mil veces que va a morir pronto, debido al frío y húmedo clima de aquella población así como al sufrimiento moral que le causa el estar privado de la compañía de su querida Paulita, y convencido hasta la obsesión, pese a los desengaños sufridos, de que el magnánimo corazón del monarca atenderá la petición de su hija si ésta va a verle y con lágrimas en los ojos le solicita permiso para que su padre pueda retornar a España, le escribe encargándole que pida inmediata audiencia a Femando VII y se lo demande. Paulita, todavía más ingenua que él, acaba creyéndoselo también, cursa la correspondiente petición y acude a Palacio repartiendo propinas a ujieres y criados desde que a-su puerta se apea del coche, entrevistándose con el Rey no una, sino tres o cuatro veces en menos de un año, dándole cuenta inmediatamente después a su padre que Su Majestad le ha recibido muy bien, y que le ha dado esperanzas. Eso es, esperanzas y nada más, porque el rencoroso y vengativo Fernando VII, que tiene mucho más que hacerse perdonar que cualquiera de los exiliados debido a la conducta seguida durante su internamiento en el Castillo de Valencey, felicitando repetidamente a Napoleón por las victorias conseguidas por sus ejércitos en España, no se ablanda con las súplicas de nadie, y no acaba de publicar el dichoso decreto de amnistía hasta después del pronunciamiento del general Riego en 1820, y tan sólo porque el primer gobierno liberal se lo demanda tan insistentemente que no puede negarlo.
En esta fecha, al igual que todos los demás exiliados el Marqués de San Adrián regresa a España, teniendo como anteriormente Paulita que residenciarse en Tudela, por no permitirse a los amnistiados rebasar la ciudad de Burgos o acercarse a menos de veinte leguas de la Corte, donde por la cuenta que le tenía y para entretener sus ocios dedicaríase a estudiar los asuntos económicos de su casa, tan baqueteada durante aquellos años, y a cultivar flores en el jardín con las simientes enviadas por Paulita desde Madrid. Pero prontamente en Tudela, como en todo el resto de España, el ambiente político se enrarecerá, al ir reaccionando en contra del gobierno los enemigos de la Constitución, que continúan prefiriendo a la libertad recién instaurada la fórmula de poder absoluto tan cara a su amado Fernando.
Paulita cumple por entonces veintitrés años y no existiendo ya las trabas que a su enlace matrimonial se oponían durante la permanencia de su padre en Francia, habrá de determinar ahora quién de entre sus más asiduos y más valorados pretendientes, el Conde de Fuentes, el Príncipe Pío y el Conde de Sástago, será su futuro esposo. Aunque tratábase de tres aspirantes, la elección no parece que le resultara difícil, recayendo finalmente sus preferencias sobre el Conde de Sástago, descendiente de una de las principales familias de la nobleza aragonesa, con el que contraerá matrimonio el 15 de mayo de 1822 en la Iglesia de San Sebastián, la misma en que fuera ella bautizada, actuando de padrino su padre, al que con este motivo le sería concedido permiso para personarse en Madrid, pudiendo así, después de seis años de separación, volver a abrazar a aquella hija tan querida y suspirada.
Cuando un mes después de la boda, habiendo caducado su permiso de estancia el Marqués abandona la Corte para reintegrarse nuevamente a Tudela, es el padre más feliz del mundo, debido a la aparente hombría de bien de su yerno, el amor con que los recién casados inician su aventura conyugal. y el brillante porvenir que disponiendo de juventud y de dinero les promete la larga vida que les espera.
En el curso de las semanas siguientes las cartas’ de Paulita rebosan idéntica felicidad, no acusando otra preocupación que la derivada de la tensa situación política que reina en la capital, donde el 30 de junio ha sido asesinado por sus mismos soldados el teniente Landaburu y el 7 de julio, casi dos meses después de su boda, riñen batalla a tiros y cañonazos en la Plaza Mayor y calles adyacentes la Milicia Nacional, unidad militar compuesta de voluntarios adictos al sistema constitucional, y la Guardia Real, que tiene a su cargo la custodia de Palacio y la persona del Rey, corriendo la sangre por ambas partes.
En enero de 1823, el año más azaroso y desgraciado de su vida, estando ya embarazada y como si comenzaran a precipitarse los sinsabores desde su inicio, Paulita sufre un contratiempo que ella explica a su padre en los siguientes términos: “He tenido el ojo derecho malísimo, pues me salió un grano dentro, que me ha dado los mayores dolores. Para calmar éstos, me puse ocho sanguijuelas, pero ni aún con éstas encontré alivio, y sólo una tintura de opio me ha mejorado, pero me han mandado no fije la vista en nada.”
Dos meses después, refiriéndose a su embarazo, asegura que sigue perfectamente, aunque con las aprensiones de siempre, porque eso forma parte de su carácter. Más adelante, habiéndosele infectado el pulgar derecho a causa de un panadizo, es preciso convocar consulta de médicos, inclinándose dos de ellos resueltamente por su amputación inmediata con preferencia a cualquier tratamiento, pero gracias a Dios la infección remite sin tener que recurrir a tan drástico remedio.
En Madrid, por el contrario, la confusión política sigue en aumento, prodigándose discursos, manifestaciones y trifulcas entre los partidarios de la Constitución y los del Rey neto, que acaban siempre con golpes y disturbios.
El Conde de Sástago, con gran contrariedad por parte de Paulita que se queja repetidamente de que la Milicia mantiene ocupado día y noche a su marido, pertenece al bando liberal, por lo que cuando como resultas de lo tratado secretamente entre Fernando VII y su pariente el Rey Luis XVIII de Francia un ejército de este país, denominado el de “Los Cien Mil Hijos de San Luis”, invade España para restituir la calidad de Rey absoluto a nuestro monarca, de que había sido despojado desde la implantación de la Constitución, antes de que aquella fuerza se presente en la capital Sástago previsoramente se ausenta para no ser detenido, sin que Paulita por estar muy adelantado su embarazo pueda acompañarle, como hubiera deseado, teniendo por ello su padre que volver de nuevo a la Corte para estar a su lado en el momento del parto, que tendrá lugar en el mes de agosto, trayendo Paulita al mundo un niño con la natural satisfacción de todos y muy especialmente de su abuelo, que considera asegurada con él la continuidad de su título y apellido.
Meses después, habiéndose superado sin grandes incidentes la entrada en Madrid del ejército francés a las órdenes del Duque de Angulema al haberse retirado el Gobierno a Sevilla llevándose al Rey consigo, cuando estuvo todo tranquilizado y el Rey restituido a su Palacio el marido de Paulita volvió nuevamente a casa desde Murcia, donde permaneció durante aquellos meses; pero la tensión política imperante en la capital y las persecuciones de que son objeto los tachados de liberales son tan alarmantes que el matrimonio, al igual que otros miembros de la aristocracia también liberales, opta por emigrar al extranjero; y lo mismo el eximio D. Francisco de Goya, pese a su condición de Primer pintor de Cámara, así como otros a los que sus finanzas se lo permiten, estableciéndose muchos de ellos en Inglaterra.
Y nuevamente vuelve Paulita a recorrer los caminos del exilio.
Según la ficha de control de viajeros existente en los archivos de Bayona, la familia Sástago, llevando consigo a la nodriza de la criatura y dos muchachas de servicio cruzó la frontera el 11 de diciembre de 1823, continuando viaje hacia Burdeos, en la que a su llegada se instalan ocupando el piso principal de un edificio de tres plantas de estilo neoclásico y aspecto distinguido, sito en la calle Fossé de l’lntendance, una las principales arterias de la ciudad.
Pero estaba visto que un hado maléfico debía pesar sobre Paulita, porque una semana después, la noche del 20 de diciembre, sin darse cuenta por estar dormida, la nodriza se vence sobre la criatura, que tenía a su lado en la cama, provocándole la muerte por asfixia.
Lo más grave, sin embargo, es que, a partir de estas fechas, aumentando progresivamente el malestar que desde algún tiempo padecía Paulita, que creía estar nuevamente embarazada, los médicos descubren que se trata de algo de carácter maligno, inoperable en aquel entonces debido a las insuficiencias médico-quirúrgicas propias de la época.
Aunque ante la gravedad del caso se cursa inmediato aviso a su padre, éste, que encuentra muchas dificultades hasta que acaban concediéndole el preciso pasaporte para salir de España, no llegará a Burdeos sino el 17 de abril, consiguiendo, sí, hallar todavía con vida a su idolatrada hija, pero cinco días después, mientras todos duermen, Paulita, que días antes había dispuesto de sus bienes ante notario, se agrava de pronto y sin dar lugar a ninguna otra asistencia fallece en brazos de la doncella que en aquel momento la velaba, hundiendo en la más amarga desesperación a su padre y marido.
El funeral y entierro, de que dan cuenta los periódicos locales, convocan a cientos de personas, entre las que figuran autoridades y varios títulos de Castilla también exiliados en la ciudad, recibiendo sepultura con carácter provisional el cadáver, que ha sido embalsamado, puesto que de común acuerdo su padre y su esposo han decidido trasladarlo a Tudela para que definitivamente repose en la Capilla de San Martín de su Catedral, de la que la familia Magallón es patrono desde varios siglos.
El 10 de mayo, habiendo cumplimentado los trámites oficiales precisos para su exhumación, el ataúd, con el cuerpo de Paulita y el de su hijo dentro del mismo, es embarcado a bordo de un barco dedicado al cabotaje en aquellas costas para su traslado a San Sebastián, viéndose obligada la embarcación a demorar su salida al haberse súbitamente encrespado la mar y persistir durante las tres semanas siguientes el temporal, decidiéndose el patrón a hacerse a la vela una vez calmados el oleaje y el viento, atraca por fin en el puerto de San Sebastián el 5 de junio siguiente con su fúnebre carga en la sentina, después de varios días de navegación.
Desde que tuvo conocimiento del fallecimiento de su sobrina y del propósito de sepultarla en Tudela, la hermana de San Adrián, residente en San Sebastián, viuda del general Aréizaga, que fuera Capitán General de Guipúzcoa hasta poco antes y por lo tanto importante personaje en la plaza, siguiendo instrucciones de su hermano había convenido con el cabildo de la iglesia de Santa María, respetada por las llamas cuando el incendio de la ciudad por los ingleses en 1813, que una vez desembarcado el ataúd, lo cobijarían en una de las bóvedas del templo hasta que desde Tudela vinieran a buscarlo. Mientras, no deseando el Marqués que su hija reposara en el suelo y la cubrieran de tierra, a su debido tiempo solicitó permiso del cabildo catedral de Tudela para que consintiera que se abrieran algunas catas en las paredes de la capilla de San Martín, a fin de averiguar si existía en ellas algún nicho tabicado donde pudiera ubicarse el féretro.
Así es como figura en el LIBRO DE AUTOS CAPITULARES del cabildo tudelano, de donde lo he tomado, dando la impresión de que la idea hubiera partido del marqués, cuando en realidad al que se le ocurrió lo del nicho parietal que hoy contemplamos fue a su administrador, D. Antonio de Moraza, según se desprende de la carta que el 3 de junio dirige a su principal, que todavía se hallaba en Burdeos, dándole cuenta de la marcha de sus gestiones de este modo: “Está concluido el nicho que se ha hecho en la capilla de San Martín; todo el mundo concurre a verlo y me parece que V.E. si viene por aquí aprobará la idea que he tenido. El coste que ha tenido no llega a diez duros y ha sido preciso sacar unas piedras enormes de la pared principal. Ahora falta buscar la piedra para poner en ella el epitafio, y si no se encuentra servirá provisionalmente una tabla de nogal pintada de negro con las letras doradas.”
El fallecimiento de la hija del Marqués de San Adrián tuvo que causar sensible impacto en las gentes de Tudela, que la habían conocido diez años antes rebosante de salud, cuando siendo todavía casi una chiquilla recorría las tiendas de la Rúa, Carnicerías y la plaza de San Jaime, donde radicaba casi todo el comercio local, encaprichándose de ganchillos, dedales y carretes de hilo en casa de Inda, de zapatos de seda y raso en la tienda de Pablús y de caramelos en cualquier parte donde los viera, por lo que, compadeciéndola, lleno de curiosidad y de morbo a la vez, al extenderse por el pueblo la voz del enorme boquete que para alojar su ataúd estaban abriendo en el muro de la catedral todo el mundo, como dice el administrador del marqués, acudiría a verlo, comentando sin duda luego, en el. correr del tiempo, viendo todavía vacante el siniestro agujero Ro mucho que tardaba en tener lugar su sepelio. En lo que hasta cierto punto no dejaban de tener razón, puesto que debido a dificultades surgidas respecto al carro que, arrastrado por una yunta de bueyes y caminando con paso cansino durante más de una semana, habría de traer desde San Sebastián su féretro, el entierro no tendría lugar hasta el 29 de Noviembre de 1824, más de siete meses después de que Paulita falleciera.
El nada aparatoso sino más bien rústico cortejo, después de cruzar los puertos de montaña de Guipúzcoa y atravesar diagonalmente Navarra, procurando hacer noche cada vez en lugar sagrado por expresa recomendación del marqués, arrastrado por la pareja de bueyes y seguido de un coche de viaje en el que con cara de circunstancias figuraba Joaquín Mariano Magallón, sucesor en el ‘título de nobleza años después, a quien su hermano había encomendado que lo acompañase en todo el trayecto, arribó’ a Tudela por el puente del Ebro el 28 de noviembre, adentrándose luego por la calle del Portal para dirigirse al palacio de San Adrián, donde el previsor Moraza tenía dispuesta la capilla ardiente para que, rodeado de cirios y de flores. permaneciera el ataúd aquella noche y el siguiente día hasta la hora del entierro.
Siendo Tudela entonces un pueblo de poco más de siete mil habitantes, la noticia de la llegada de los restos mortales de la hija del Marqués todo un acontecimiento! debió de convocar en la cabecera del puente, calle del Portal y la entonces llamada del Señor de Barillas y hoy de Magallón a infinidad de gentes, que compungidamente y en silencio, como cuando en la procesión de Semana Santa discurre ante los fieles la urna de cristal contenedora del cuerpo muerto de Jesucristo, contemplarían su paso, repitiéndose para sus adentros los habituales dichos populares de: “No somos nada”, “A la hora de morir todos iguales”, y otros semejantes.
No he hallado ningún documento relativo a la laude sepulcral, de senci110 y elegante diseño, labrada en piedra negra de Calatorao, cual las columnas del retablo de la capilla de Santa Ana, conteniendo, con caligrafía de letras doradas muy en consonancia con aquel tiempo un tan altisonante epitafio que después de su lectura apetece consultar el Gotha de seguido para enterarse quién es quién de entre las ramas del frondoso árbol genealógico en ella desplegado.
Lo natural y lógico, como complemento ideal del presente trabajo biográfico de Paulita Magallón, a quien ya conocemos en lo tocante a sus vicisitudes, sería el poder completarlo con la imagen de ella, de la misma forma que disponemos de las de sus progenitores, pero pese a las repetidas veces que desde su exilio el marqués, su padre, le encargó que se hiciera retratar por un buen pintor de la Corte, citándole incluso los nombres de Goya o de Maella, Paulita no lo tomó en cuenta, privando a su padre, y por rechazo a nosotros, de poder contemplarla tal y como fuera en vida.
Es cierto que hubo cuando menos dos ocasiones en que alguien fijó sus facciones en sendos trabajos de ninguna importancia, ejecutado el uno por un aficionado o aprendiz de pintor que, pese a apellidarse Velázquez no tenía ningún parentesco, por lo menos artístico, con el autor de LAS MENINAS. El retrato salido de sus manos ella se lo envió a su padre, a Burdeos, quien no encontrándole parecido, contestó diciendo que no valía nada y que encargara otro mejor.
Por fin, en 1817 una pintora profesional de las especializadas en retratos miniatura puso manos a la obra, volviendo Paulita a mandar el trabajo a Burdeos como anteriormente, contestando su padre esta vez: “He puesto tu retrato en una caja bonita, pero encuentro es mucho más la persona que se ha colocado en ella. Los que aquí te conocen dicen que tú eres mejor. Yo también lo creo así. No te han hecho favor, y está la pintura muy descolorida, pero dirás a la que te ha retratado que ha gustado mucho. De todos modos, dicen que eres buena moza.”
Lo lamentable es que nada se sabe hoy de estos dos retratos, que, aunque no fueran obras de arte ni muy parecidos, nos habrían servido para hacernos aproximada idea de cómo era ella, a quien por lo que tengo leído en cartas y lo que ella misma dice hablando de su persona. me la figuro de estatura mediana, cabello moreno, llenita de carnes sin llegar a gruesa y de bellas facciones, por lo que opino que tuviera más parecido con la familia de su progenitor que con la de su madre, que a juzgar por el retrato de Goya parece que fuera baja de estatura, y que, aunque tuviera otros atractivos de que poder presumir, no lo sería por su belleza precisamente.
Dispuesto a finalizar, permítaseme, abusando de la paciencia de Vds., añadir algún dato más respecto a lo que fue y ha sido del inmediato entorno que durante su corta existencia Paulita Magallón conociera, en especial de sus parientes más cercanos, de entre los que destaco a su progenitor, el Quinto Marqués de San Adrián, a quien hoy todos conocemos merced al fabuloso retrato que de él pintara Goya en 1804; la más importante pieza artística de los fondos del Museo de Navarra, que falleció en Madrid en 1845, después de sobrevivir a su hija veintiún años.
En segundo lugar, su esposo, el Conde de Sástago, quien luego de algún que otro año de viudez acabó volviendo a casarse con una sobrina de Paulita, hija de su hermano Antonio.
Éste, a su vez, tendría doce hijos, según tengo dicho, cuatro de los cuales participaron en calidad de oficiales del ejército liberal en la primera guerra carlista, iniciada apenas falleció Fernando VII, nombrándolos muy elogiosamente el general Fernández de Córdoba en sus interesantes memorias.
La hermanastra de Paulita, de carácter absolutamente diferente del de ella, que a su vez se merece más que una parrafada. pero de la que me he privado de hablar para no hacer interminable esta charla, tuvo una vida casi igual de corta, pero más emocionante, falleciendo de tuberculosis inmediatamente después de que la policía la pusiera en la frontera por haberse introducido en España con nombre supuesto y de manera fraudulenta, siendo también una exiliada de cuando la Guerra de la Independencia.
En cuanto a los edificios que habitó, el palacio donde naciera, sito en la Carrera de San Jerónimo, esquina a la calle de Cedaceros, la testamentaría de su hermano Antonio lo vendió a la Compañía de Jesús a mediados del pasado siglo, quien a su vez lo revendió después de nuestra guerra, habiéndose levantado sobre su solar hace pocos años uno de esos edificios bancarios de muchos pisos y ventanas, que tanto han desfigurado, sin embellecerlo, el corazón del antiguo Madrid.
La casa que su madre poseía en Aranjuez, repetidamente habitada por Lord Holland, erudito hispanista inglés de cuando la Guerra de la Independencia, y su esposa, literata de lengua viperina, además de diplomáticos y militares de la misma nacionalidad y periodo, que la citan en sus memorias, y desde luego por Paulita cuando siendo niña sus padres en su calidad de cortesanos frecuentaban el Palacio a diario, ha desaparecido también en esa aparente lucha que contra la arquitectura antigua en todas partes se libra hogaño.
La casa número 36 de la calle de la Montera de Madrid, que sus padres compraron en 1806 con propósito de legársela a ella, acabó heredándola su hermanastro, pasando luego de mano en mano. Hoy, desbordando la alineación de la acera de los pares de dicha calle, todavía existe, esquina a la de la Aduana y frente a la que fuera iglesia de San Luis, con diversos establecimientos comerciales en sus bajeras, oficinas en sus tres pisos y multitud de horrendos letreros publicitarios de plástico desfigurando su fachada.
Del presente edificio en que nos hallamos, la casa palacial de los Magallón, que levantaron a mediados del siglo XVI sus antepasados, museo de arte y testigo de un importante acontecimiento histórico en noviembre de 1808, cuando la batalla de Tudela, nada me cabe decir puesto que pueden contemplarlo Vds.
De todos aquellos escenarios urbanos, tan sólo me resta ya que hablar del edificio de Burdeos en que Paulita falleció. Se trata de un inmueble de fachada de piedra caliza, originariamente blanca pero hoy ennegrecida por la pátina, armoniosamente dispuesta gracias a la simetría de sus huecos y cruzada horizontalmente a la altura del piso principal por un largo balcón de hierro forjado que contribuye a su embellecimiento. En su bajera existe un comercio de modas, a la par que otro dedicado a la venta de objetos de escritorio y dibujo, entre los cuales, ocupando el eje de la fachada se abre un portal semejante a un túnel, de paredes de piedra decoradas con bellas grecas esculpidas al estilo de la época de Luis XVI, que desemboca en un anchuroso patio, igualmente bien dispuesto que la fachada exterior, donde a la vez que arbustos y muchas flores existen varias tiendas de esas que entre nosotros sin tan siquiera paliar el galicismo denominamos boutiques. La caja de la escalera, de forma redondeada y provista de gradas de mármol, contiene un ascensor que, naturalmente, no existía en la época en que Paulita la habitó.
La calle, larguísima, ancha y con ligera pendiente, es una recta perfecta. a la que asoma el artístico peristilo del teatro levantado en el siglo XVIII, considerado hoy entre los monumentos arquitecturales de Francia. En su misma acera, opuesta a la de Paulita, pero muy cercana de ella, se halla la casa en que cuatro años después fallecería, a su vez, D. Francisco de Goya y Lucientes, cuyo piso, el tercero, convertido en museo y biblioteca de temas de arte o relacionados con él he visitado alguna vez, sintiendo honda emoción al deslizar la palma de mi mano sobre el mismo barandal que hace más de siglo y medio acariciaba con la suya el más eximio pintor de su tiempo.
Aunque excesivamente corta, en la vida de Paulita Magallón hubo, además de lo dicho, bastantes otras cosas más, a las que si no me he referido no ha sido por falta de ganas, sino de lugar y tiempo. Ahora que conocemos su existencia, sus alegrías y sus penas, recordémosla y deseémosle continúe por mucho tiempo todavía reposando de sus fatigas terrenas en el silencio y la recoleta paz de este apartado ábside de nuestra catedral, al que probablemente con ocasión de sus visitas al panteón de sus abuelos nunca se le debió de ocurrir pensar que también algún día acabaría viniendo a parar, no habiendo sido ella en Tudela sino fugaz ave de paso, sin ninguna idea de eternidad
Gonzalo Forcada Torres.
Conferencia pronunciada el día 8 de mayo de 1997. en el palacio de San Adrián de Tudela con motivo del segundo centenario del nacimiento de DI. Francisca de Paula Magallón y Rodríguez de los Ríos,